El curso de la naturaleza
Sus besos siempre me resultan familiares. Sus caricias tan cercanas que mi piel puede sentir la afinidad de su piel. Pero me da igual, noche tras noche nuestros cuerpos se unen hasta saciarse de estar en cueros. Luego, abandona mi habitación en silencio y me deja a solas, inmóvil, a oscuras.
Y así todos los días que mi mente alcanza a recordar. He llegado a considerar que la vida está compuesta de esta rutina, que de algún modo considero placentera. Y aunque a veces percibo sensaciones que no sabría clasificar, las desecho, pues aunque siempre siento familiaridad en los encuentros, en todos ellos hay algo diferente. Amor, sí, pero con matices.
El comedor a la hora del almuerzo y la cena es un autentico caos. Diez personas son muchas para mantener un cierto orden, pero tanto Luis como María han desistido hace ya tiempo de intentar dominar la situación. Se limitan a servir la mesa y a dejar que todo fluya como un riachuelo. Al final siempre termina encontrando el cauce del río.
Hoy, para colmo, Luisa discutía con Elvira sobre que día de la semana era. A sus veinticuatro años y siendo la mayor de los hermanos a duras penas imponía su criterio. Quizás por que tan solo les separa un año, quizás simplemente por entender que las normas eran las normas y había que cumplirlas. Así que Luisa ha terminado claudicando ante las explicaciones de Elvira. La cena terminó como siempre, entre ruido de platos y reparto de tareas. Apenas un rato frente al televisor y a desfilar de forma ordenada hasta la cama.
Elvira ha esperado hasta que solo se oyen respiraciones pausadas y profundas y algún ronquido ocasional. Se levanta cuidadosamente, y tan despacio como siempre, recorre la distancia que la separa de la habitación. Abre la puerta muy despacio. Observa como Antonio vuelve la cabeza hacia ella y rápidamente se deshace del camisón para meterse en la cama junto a él. Hoy es martes y ella cierra la ronda. Así lo decidieron todas las hermanas el día que Antonio, su hermano mayor, despertó recobrando la conciencia. El accidente apenas le permitía mover los brazos y la cabeza, ni tan siquiera razonar y recordar su nombre. Pero lo mejor de todo aquello es que su ceguera le impedía vernos el rostro. Hablar, era lo de menos. Mi padre y su extrema religiosidad quiso que la civilización no nos corrompiera después de lo ocurrido, aislándonos a kilómetros de ella. Pero la naturaleza sigue su curso y desaprovechar lo bien dotado que estaba nuestro hermano… era una autentica pena.
Jesús Coronado