Hoy
toca sopa de sobre. Todo un lujo después de una semana a base de bocadillos de
foie gras de seis latas un euro, y aunque que tengo para dos días, he decidido
tomarme el sobre entero hoy. Mañana no sé si tendré astillas de madera
suficientes para encender de nuevo un fuego con el que calentar el agua de la
sopa ¡Qué buena y calentita está! ¡Y de estrellitas!, como le gustaba a María.
Y me
inundan los recuerdos al mismo tiempo que sorbo la sopa caliente y cuento cada
una de las estrellitas de pasta que hago recorrer entre la lengua y el paladar,
como hacía María cuando aún estaba a mi lado. Veinte años sin ella son muchos.
Veinte años en que aquella maldita enfermedad, y la negativa de la corporación
comercial que gobierna el país a darle el medicamento, hicieron el resto. Mi
escaso sueldo apenas daba para pagar los alimentos que ambos consumíamos y el
alquiler excesivo por aquel cuchitril de veinticinco metros cuadrados en los
que nos hacinaban como a chinches. Me consolaba pensando que, al menos, mis
hijos estarán mejor en la zona donde la corporación comercial alemana controla
el territorio y los servicios. Era y sigue siendo normal el intercambio de
peones entre corporaciones, Lidl allí, Mercadona aquí, y así en cada uno de lo
que anteriormente denominábamos país. Qué hábiles fueron las grandes fortunas.
Los políticos no se dieron cuenta de que las puertas giratorias y los cargos
honoríficos que les otorgaban a cambio de favores, tarde o temprano traerían
consecuencias. Los partidos políticos se difuminaron a cambio de dinero y las
grandes compañías, con un Fondo Monetario Internacional que les respaldó, se
hicieron con el poder. Casa y comida son fundamentales, y ellos tenían en su
poder las dos. Sólo tuvieron que dar al ejército ambas cosas, el resto vino
rodado.
Las
primeras protestas fueron reprimidas con excesiva violencia. Las segundas,
acompañadas de despidos, menores sueldos y racionamiento en la comida y los
servicios de aquellos que eran identificados como alborotadores. Al fin y al cabo ellos lo controlaban y
controlan todo. Era aceptar lo que te daban o morir en plena calle de
inanición. Apenas se puede sobrevivir. La caridad ya no existe en esta
sociedad. Ahora sólo hay dos clases, la de ellos y la nuestra. Unos viven como
zánganos a cuerpo de rey y otros como esclavos trabajando para ellos. Yo ya no
formo parte ni tan siquiera de esta última: los ancianos que ya no producimos
somos aislados bajo los puentes de las autopistas en habitáculos de tres por
dos, donde apenas cabe una cama y una manta. Triste recompensa para el trabajo
realizado durante años que aderezan con lo que ellos llaman manutención y que
apenas da para un par de comidas al día.
Pero
ahora sólo quiero disfrutar de mi sopa y los recuerdos agradables que me quedan
de María. Odio el atún y los macarrones de lata que me tocan la próxima semana.
Jesús Coronado