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24 ago 2016

Camino del pantano




         El pueblo apenas superaba los mil habitantes. Pero en verano el número de vecinos se duplicaba. Los niños ganábamos  por goleada.  La costumbre a principios de los setenta era dejar a la mujer y los niños, cuando estos terminaban el colegio, en una de las casas hasta ese momento vacías para que disfrutaran “de una vida más tranquila y natural” decían los padres. Yo fui uno de ellos aquel año.
            Aunque parezca mentira, aún me parece oler a pan recién hecho. Un pan que no he vuelto a saborear desde entonces y que cada mañana temprano iba a comprar a la tahona de la esquina. Inolvidable el momento en que, sentado junto a Manolito en el escalón de la entrada, disfrutaba de un bocadillo de jamón serrano bañado con aceite de la zona que rezumaba entre mis dedos mientras lo mordía con ganas. A Manolito le gustaba más la mortadela, o al menos eso me decía cuando repartíamos los bocadillos a medias de vez en cuando. Ver con la avidez que lo engullía no me hizo pensar entonces que no era cuestión de gustos. Pero los niños no caemos en esas cosas.
Mientras paseo por la glorieta camino del pantano, me vienen a la cabeza las guerras de agua de la fuente, fría como el mismísimo hielo, que los más pequeños comenzábamos en las horas más fuertes de calor y terminábamos cuando nos entraba la tiritona al ponerse el Sol. La botella de Gior de dos litros que me agencié al principio del verano me dio muchas satisfacciones, hasta que el grupo de matones del pueblo se empeñaron en darle una paliza al nuevo. Querían ver lo que aguantábamos los de ciudad. Menos mal que Manolito estaba al quite y la cambió por la paliza.  Yo, ese verano, no podía estarlo cuando mi padre golpeaba a mi madre los sábados por la mañana;  tampoco hubiera admitido botella alguna a cambio de dejarla en paz. La primera vez que lo intenté terminé con una brecha en la frente. Ahora entiendo el interés de mi padre por dejarnos veraneando en el pueblo; y el de mi madre por el olor a perfume que traía impregnada la ropa que le dejaba para lavar los fines de semana.
Ya veo el pantano al final del camino. La última vez que lo recorrí no pude verlo. Pero sí sentirlo.
            El último sábado del verano de aquel año, el nombre de Elena se repitió muchas veces. La secretaria de mi padre. El primer golpe contra la puerta del comedor que recibió mi madre fue el que me despertó. El segundo, al romperse el jarrón del aparador, el que me obligó a levantarme. El tercero, el que recibí al intentar estar al quite, como Manolito, pero sin la misma suerte.
            Después de treinta años me sigue pareciendo extraño que al llegar al final del camino, se me ponga la piel de gallina. Ya no hay piel.

            Cuando mi padre nos sacó a los dos del capó del coche, lo hizo rápido. Nunca fue bueno con los nudos y aunque apretó bien los dos sacos para que hiciéramos el recorrido juntos hasta el final, estos se soltaron.  A mi madre la encontraron seis meses después. Yo, al intentar escapar cuando el frío del agua me sacó de la inconsciencia, solo conseguí alejarme y enredarme con la suciedad del fondo del pantano que ha ido creciendo desde entonces. Ella descansa plácidamente en el cementerio. Yo, sigo haciendo este recorrido un día tras otro. Una maldición repetitiva pensarán, pero yo sigo disfrutando de los recuerdos y de los olores de la tahona por la que paso a diario. Es una buena forma de esperar hasta que mis restos… sean encontrados. 

29 dic 2015

Bendita jubilación


 
 
 
Hoy toca sopa de sobre. Todo un lujo después de una semana a base de bocadillos de foie gras de seis latas un euro, y aunque que tengo para dos días, he decidido tomarme el sobre entero hoy. Mañana no sé si tendré astillas de madera suficientes para encender de nuevo un fuego con el que calentar el agua de la sopa ¡Qué buena y calentita está! ¡Y de estrellitas!, como le gustaba a María.

 Y me inundan los recuerdos al mismo tiempo que sorbo la sopa caliente y cuento cada una de las estrellitas de pasta que hago recorrer entre la lengua y el paladar, como hacía María cuando aún estaba a mi lado. Veinte años sin ella son muchos. Veinte años en que aquella maldita enfermedad, y la negativa de la corporación comercial que gobierna el país a darle el medicamento, hicieron el resto. Mi escaso sueldo apenas daba para pagar los alimentos que ambos consumíamos y el alquiler excesivo por aquel cuchitril de veinticinco metros cuadrados en los que nos hacinaban como a chinches. Me consolaba pensando que, al menos, mis hijos estarán mejor en la zona donde la corporación comercial alemana controla el territorio y los servicios. Era y sigue siendo normal el intercambio de peones entre corporaciones, Lidl allí, Mercadona aquí, y así en cada uno de lo que anteriormente denominábamos país. Qué hábiles fueron las grandes fortunas. Los políticos no se dieron cuenta de que las puertas giratorias y los cargos honoríficos que les otorgaban a cambio de favores, tarde o temprano traerían consecuencias. Los partidos políticos se difuminaron a cambio de dinero y las grandes compañías, con un Fondo Monetario Internacional que les respaldó, se hicieron con el poder. Casa y comida son fundamentales, y ellos tenían en su poder las dos. Sólo tuvieron que dar al ejército ambas cosas, el resto vino rodado.

Las primeras protestas fueron reprimidas con excesiva violencia. Las segundas, acompañadas de despidos, menores sueldos y racionamiento en la comida y los servicios de aquellos que eran identificados como alborotadores.   Al fin y al cabo ellos lo controlaban y controlan todo. Era aceptar lo que te daban o morir en plena calle de inanición. Apenas se puede sobrevivir. La caridad ya no existe en esta sociedad. Ahora sólo hay dos clases, la de ellos y la nuestra. Unos viven como zánganos a cuerpo de rey y otros como esclavos trabajando para ellos. Yo ya no formo parte ni tan siquiera de esta última: los ancianos que ya no producimos somos aislados bajo los puentes de las autopistas en habitáculos de tres por dos, donde apenas cabe una cama y una manta. Triste recompensa para el trabajo realizado durante años que aderezan con lo que ellos llaman manutención y que apenas da para un par de comidas al día.

Pero ahora sólo quiero disfrutar de mi sopa y los recuerdos agradables que me quedan de María. Odio el atún y los macarrones de lata que me tocan la próxima semana.    

                                                                  Jesús Coronado

 

19 mar 2014

El falo



          Apenas entraba luz suficiente para percibir los límites de la estancia donde se encontraba. Amanda,  adivinaba el contorno de sus manos por la diferencia en la densidad de la oscuridad que la envolvía, el dolor que sentía en los párpados al intentar abrir los ojos no ayudaba demasiado. Tenía sed. La lengua, seca como una mojama, había absorbido hasta la última gota de saliva. Le dolía la cabeza. En un intento por aliviar el dolor se llevó la mano a la sien  tal y como había visto hacer a su padre tantas veces. Pero en ese preciso momento fue consciente de que sus manos y pies estaban inmovilizados. El miedo y la angustia se apoderaron de ella en forma de esfuerzo para liberarse de sus ataduras. Pero era como un pajarillo encerrado en una jaula, ya no podía volar. Sus gritos fueron inútiles, y cuando ya no le quedaron fuerzas para gritar ni pelear, empezó a ser consciente de la situación.

            Su afán por experimentar le llevó a sumergirse  cada vez más en un mundo oscuro y peligroso. Sus tendencias y apetitos sexuales no le hacían calibrar el riesgo,  las relaciones normales ya no le saciaban. Buscó y encontró esas sensaciones en formas de disfrutar que nunca imaginó. Pero nunca tenía bastante. El sexo se convirtió en una droga de la cual nunca consumía suficiente. Hasta que llegó a él. Se le conocía en el mundillo como ”El Embajador”. Si querías experiencias únicas, era él con quién debías tratar. Le habló de todo un mito en ese mundo oscuro. Una leyenda que le aseguró era cierta y a la que además, tenía acceso. Se le conocía como “El Falo”. Amanda fue presa de una gran excitación, esa que mezclada con un punto de miedo terminaba dándole la sensación que tanto ansiaba sentir una vez más. Le prometió que viajaría a través de los sentidos como nunca lo había hecho y ella, lo creyó como se cree a quien te ofrece un trozo de pan duro tras  semanas de ayuno. Ambos terminaron en una habitación de hotel barato. Debía estar seguro que cumpliría con las expectativas que “El Falo” exigía. Sus cuerpos intercambiaron experiencias  y él le ofreció aquella pastilla con la que prometió subliminar su placer hasta alcanzar el nirvana.  Después… oscuridad.

            El tiempo seguía pasando lento y frío  mientras yacía con su escasa ropa interior sobre aquel colchón. El olor a humedad y podredumbre eran su única compañía. Pero aquello iba a cambiar. Los murmullos y ruidos se hicieron evidentes al otro lado de lo que adivinó era una puerta. El graznido que provocó el cerrojo precedió a una fuerte luz que la cegó en un momento. Solo podía distinguir sombras  tras aquellos focos y camaras que empezaron a distribuirse a su alrededor y de repente sus esperanzas, empezaron a diluirse hasta desaparecer como vapor por las esquinas de aquella habitación.    
            Y en ese preciso instante descubrió al mito. Apareció colándose a través de la luz como una sombra aterradora. Nadie le dijo quien era, no hacía  falta. Lo que le produjo arcadas incontenibles que le subían del estomago hasta la garganta a Amanda no fue el metro noventa y cinco de aquella sombra, ni su complexión fuerte y maciza como una estatua de mármol negro, ni tan siquiera que fuera totalmente vestido de cuero negro y cubriera  su rostro con una máscara que no dejaba ver sus facciones. Lo que realmente asustó a Amanda fue aquel artilugio que la sombra portaba en su mano derecha, cincuenta centímetros de un material que no supo determinar hasta que lo tuvo dentro descubriendo en ese instante al mito. Al Falo. Que, como "El Embajador"  le había indicado, la trasladó a otro mundo. A un nirvana de dolor indescriptible que le hizo arrepentirse del camino elegido y encomendarse al Dios de sus padres al que, sin duda, tendría ocasión de conocer en unos instantes que presintió se le iban a hacer eternos.    



                                               Jesús  Coronado   -  2014


11 ene 2014

La decisión






           Di una última calada al cigarrillo antes de tirar la colilla al suelo. El humo entró en mis pulmones con la fuerza de un tren de mercancías haciéndome toser violentamente. Siempre me ocurría lo mismo cuando los nervios se manifestaban. Mi cuerpo ansiaba el oxígeno reciclado que lo sustentaba, pero sólo conseguía tragar humo. Es así de estúpido cuando reacciona por impulsos, y en estos momentos mi mente estaba en otro sitio. Respirar era un acto involuntario.
-       ¿Has tomado ya una decisión?
La pregunta me golpeó como lo hace un martillo sobre el hierro en el yunque de una forja.
-       Sí, ya está tomada – contesté siendo totalmente consciente de mi mentira.
Los cinco minutos habían transcurrido y aún no tenía claro  cual  de mis dos hermanos debía ser el elegido. La responsabilidad de la elección recaía en mí como hijo de tercera generación.
-        Vamos, el pueblo espera. – apostilló el sacerdote mientras me indicaba de forma autoritaria que entrara.
Mi estomago se contraía y expandía reteniendo su contenido con dificultad. Respiré hondo hasta conseguir apaciguar sus movimientos y me dispuse a seguirlo al interior del salón comunal.
Una vez más el rito anual de la carne se iba a cumplir. Ninguno de los presentes recordaba ya cuando empezó todo, ni si la radiación seguía siendo mortal en el exterior. Nadie salía a comprobarlo. Aquel recinto, creado expresamente para salvaguardar la vida de los elegidos tras el comienzo de la guerra, se había convertido en nuestro mundo. En su mundo.  Un mundo cruel, lleno de ritos absurdos donde se respiraba aire sucio y apenas se comía. Un mundo en el que era difícil vivir sin volverse loco.
El sonido de la letanía que se repetía mecánicamente y la visión de John y Peter junto a mis padres en el altar central, me reveló al elegido.
-       Di ¿A quién has elegido para cumplir la Ley? Tuyo es el derecho. Perteneces a la tercera generación.
-       ¡Yo soy el elegido! – dije gritando en dirección a una multitud que enmudeció al oír mi voz y mi elección.
Mis dudas desaparecieron cuando los vi a ellos unidos frente al resto. Al menos tendrían un año más de esperanza. Yo, escaparía de aquella vida que me estaba matando lentamente.
Mi cuerpo, trasladado en volandas, fue puesto sobre el altar entre vítores y aplausos. Y aunque me arrepentí de la decisión en el último instante, sólo tuve tiempo de ver el reflejo del puñal ceremonial mientras me segaba la vida.

                                                          Jesús Coronado  2013   



19 dic 2013

El francotirador






             El sol empezaba a retirarse.  Pero él era reacio a dejarse sorprender por los recuerdos que el atardecer transmite. Él no tenía recuerdos. Y si los tenía, simplemente los ignoraba. Se limitó a quitarse las gafas de sol, plegarlas cuidadosamente y meterlas en el bolsillo derecho de su camisa. Así todos los días desde que nos destinaron a aquel maldito puesto. La quinta planta de un edificio en ruinas a las afueras de la ciudad, el lugar ideal para un francotirador.
            Nuestras órdenes eran acabar con todo ser viviente que intentara salir de aquel matadero por delante de nosotros, sin distinción, militares o civiles. Nada mejor que el terror para paralizar a la gente. Nada mejor para que salieran huyendo en la próxima ciudad donde nuestro ejército hiciera acto de presencia. Pero yo era incapaz de matar a un civil simplemente porque quisiera escapar de una muerte lenta y segura, así que Juan y yo  llegamos a un acuerdo. Los militares eran cosa mía, los civiles de él.
            Ambos hemos perdido la noción del tiempo, no sabemos los días transcurridos desde que nos emplazaron en este lugar. Pero el rostro de Juan ha cambiado. Es algo apenas perceptible, pero lo conozco bien y sé que la coraza con la que envuelve sus sentimientos, está empezando a quebrarse. Lo noto en el brillo que sus ojos adquieren cuando el sol empieza a ponerse. Ya es capaz de mirarlo sin las gafas de sol; en el momento de duda que le asalta cuando su dedo tiene que empujar el gatillo para acabar con la vida de aquel padre o de aquella madre que posiblemente sólo quiere buscar una forma de conseguir alimentos para sus hijos o, simplemente, huir de aquel infierno. Algo en él está cambiando, algo en él está volviendo a una normalidad olvidada, si a esto se le puede llamar normalidad. Las órdenes ya no son lo más importante cuando uno deja que los sentimientos las analicen.
            El paso de gente por aquel lugar ha descendido drásticamente en los últimos días, y aunque militares y algún que otro francotirador ha intentado acabar con nosotros, hemos sobrevivido. Ellos han sido los cazados. Por eso cuando vi a aquellos tres civiles acercarse con un sigilo mal llevado, miré a Juan con la esperanza de que los dejara tranquilos. Eran una pareja con un niño de no más de tres años. Llevaban una pequeña y desgastada maleta con lo que supuse sus pertenencias más imprescindibles. Huir de aquel lugar era el único modo de sobrevivir al hambre que acechaba, nada entraba ni salía de la ciudad mientras el enemigo no la rindiera, y combatir entre ruinas era largo y tedioso.
            Juan los vio antes que yo. Su automatismo y rigidez en el cumplimiento de las órdenes hizo que su cuerpo reaccionara sin pensar. Cuando quise hacerle señas para que los dejara pasar, ya tenía encañonado al hombre que iba al frente de la marcha. Fue rápido y certero. Un disparo y los sesos quedaron estampados en aquella pared en la que las salpicaduras de sangre y restos conformaban ya un cuadro dantesco. La mujer y el niño, sorprendidos por lo ocurrido, quedaron inmóviles durante unos segundos al descubierto. Lo suficiente para que Juan encañonara a la mujer. Pero esta vez no fui yo el único paralizado por el asco que producía todo aquello. Él, dudó lo suficiente para que mujer y niño se escondieran acurrucados tras un muro. Juan seguía inmóvil, apuntando a través de la mirilla del fusil. Con una expresión que me pareció confirmar que no era yo el único asqueado de todo aquello. De pronto, el niño salió del  escondite para buscar a su padre que yacía tendido unos metros más allá. Su madre, con la intención de protegerlo, corrió para alejarlo  del lugar y esconderse de nuevo. Pero la reacción de Juan fue más automática que pensada. Disparó y acertó de pleno, como siempre. El niño quedó sólo, sin llorar. Mirando fijamente hacia nosotros. Intuyendo de donde venían los disparos. Preguntándose, tal vez, el porqué de todo aquello.
            Cuando miré a Juan, este ya no sujetaba el fusil. Estaba sentado. Con una expresión indefinida en su rostro mientras se miraba las palmas de las manos. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que reaccioné. Pero ya era demasiado tarde cuando lo hice. Juan tenía el cañón de la pistola reglamentaria en su boca. Me miró con un gesto de asentimiento, y apretó el gatillo.
            Sé que toda guerra deja secuelas irreparables en la gente que combate en ellas. Sé, que lo ocurrido  estos días va a suponer un antes y un después en mi forma de enfrentarme a ella y de acatar las órdenes según considere más o menos adecuadas a mi moral. Pero de lo que no tengo la más mínima duda es  que Juan, en un solo instante, también entendió lo que estaba bien y lo que estaba mal. Por eso decidió poner fin a aquel dolor que le comía por dentro y le obligaba a cometer atrocidades que iban en aumento.
Así que mientras regreso al puesto de mando con sus placas de identificación, no dejo de preguntarme qué fue lo que hizo que Juan se convirtiera en un ente hueco sin sentimientos. Y si yo, tendré la misma resolución para quitarme de en medio si ese mal me asalta y me consume.     
           
                                                                         Jesús Coronado  2013 

8 dic 2013

¿Tú eres de Papa Noel o de los Reyes Magos?

                                                                                                                                 



A mí me educaron creyendo en los Reyes Magos. Dejar los zapatos en el balcón junto a un trozo de pan duro y un recipiente con agua para que los camellos pudieran reponer fuerzas y continuaran repartiendo los juguetes y esperar pacientemente hasta la mañana para abrir mis regalos.
Mis abuelos, sin embargo, me hablaban de un tal "Papa Noel" que dejaba los juguetes el día de Navidad. Pero a mí, ese viejo, me sonaba más a anuncio de Coca Cola que a un rey mago que repartiera juguetes.
Aquella Nochebuena mis abuelos aparecieron por casa para quedarse a cenar. Mi madre, en avanzado estado de gestación, dijo que era mejor así. Llevaba unos días que no se encontraba demasiado bien y debía ser verdad, pues a mitad de la cena dijo algo relacionado con rotura de aguas y todos se pusieron como locos. Recogieron unas bolsas que tenían preparadas en la habitación y mis padres y la abuela salieron a toda prisa hacia el hospital sin darme explicación alguna.
Yo  quedé a las órdenes de mi abuelo, el de Papa Noel. Terminamos de cenar y harto de que me metiera prisa para irme a dormir, decidí irme a la cama después de darle las buenas noches.
Pero no saber que le había pasado a mi madre me mantenía despierto. Pasada una hora, más o menos, empecé a oír unos extraños ruidos en el comedor. En primer lugar, pensé que mis padres habían vuelto del hospital, pero pasados unos segundos me di cuenta de que no eran los sonidos habituales. No hubo sonido de puertas, ni voces, sólo unos pasos sigilosos y el ruido de quien arrastra algo por el suelo. Me armé de valor y  en el más absoluto silencio me acerqué hasta lugar de donde provenían. Asomé la cabeza con cuidado y pude ver en la penumbra a aquel viejo de barba blanca, vestido con un ridículo traje rojo, que bajo el árbol manipulaba un gran saco que estaba a sus pies ¡Quedé paralizado! ¡Había entrado un ladrón en casa! Por un momento pensé en llamar a mi abuelo pero ¡de pronto! recordé que mi padre guardaba una escopeta en su habitación. La recogí  y sin hacer ruido, encañoné a aquel gordo... y disparé.
A la mañana siguiente me dijeron que el retroceso del arma me hizo caer golpeándome en la cabeza. Perdí el conocimiento. Pero nadie supo o quiso darme más explicaciones. El nacimiento de mi hermano las acaparó todas. Sólo pude entender algo relacionado con que los cartuchos de sal y el culo no se llevaban muy bien. Aunque lo realmente extraño es que mi abuelo nunca volvió a mencionarme al dichoso "Papa Noel", además de estar un par de semanas con molestias al sentarse.  
Así que, definitivamente, yo soy de los Reyes Magos, ¿Y tú?

                                                                          Jesús Coronado  -  2013

3 jun 2013

La Pastilla





          El dolor era tan fuerte. Sentía como si un pequeño duende juguetón y con mala leche, se hubiera instalado tras su ojo derecho con un jodido tambor. Puntual, como todas las mañanas, entonaba la sintonía machacona que aporreaba sin compasión hasta hacer que el simple hecho de respirar fuera doloroso. Pero Marta estaba ahí, como siempre. Su presencia ya era una constante en su vida. Conocedora de su malestar siempre tenía la pastilla sanadora a mano. Marta, la misma con la que realizó la entrevista de trabajo en la empresa farmacéutica donde ambos trabajaban. Un trabajo que era un sueño para él, aún no entendía muy bien el cómo ni el porque accedió a ese puesto. A veces intentaba recordar como era su vida antes de aquello, pero su mente se perdía entre una niebla de recuerdos confusos que sólo le producían dolor de cabeza, pero Marta estaba ahí, Y el dolor… desaparecía. La empresa  y Marta lo eran todo en su vida. Sabía que su existencia era como un dormitar eterno, pero salvo el dolor de cabeza, todo era perfecto y agradable.

           
Aquella mañana el dolor de cabeza volvió a aparecer, esta vez con más intensidad si cabe. Sentía que había descansado bien, pero daba igual. Siempre regresaba a la misma hora con una puntualidad que rallaba  lo absurdo. Buscó de forma infructuosa a su alrededor, pero hoy no estaba Marta para darle la pastilla, y el dolor iba en aumento. Un dolor profundo que le hizo sentir de repente como le estallaba la cabeza.


            Despertó sobresaltado, con la sensación de encontrarse en un sitio extraño y ese regusto a boca reseca de quién ha dormido demasiado. Sentía una molestia en el brazo derecho. Intentó levantarlo, pero apenas tenía fuerzas para volver la cabeza y ver que era aquello que le colgaba del brazo. Se dejó caer sobre la almohada. La potente luz blanca que salía de aquel techo le traspasaba agresiva los parpados. Con que ganas se tomaría un gran vaso de agua para aliviar la sequedad de su lengua. Y como por arte de magia, Marta estaba allí. Como siempre. Le acarició la frente con dulzura y le acercó a los labios el vaso de agua fresca. Tomó un gran sorbo, y sintió cómo su boca recuperaba la humedad perdida. Seguía teniendo sed y cuando Marta le volvió a acercar el vaso para beber de nuevo, depositó en su lengua la pastilla. Oscar no sabía muy bien porque, pero le resultaba familiar esa acción, así que sin pensarlo mucho más se limitó a engullirla junto con otro gran trago de aquella agua que le supo a gloria y que le produjo una sensación de bienestar tan profunda, que sólo deseó cerrar sus ojos y dormir. De pronto… sólo le apetecía dormir.

            Marta  volvió a colocarle en la cabeza  los inductores de sueños, no podía volver a retrasarse otra vez en la toma de la dosis. Pero el espécimen número veinticinco y el treinta y dos se habían despertado también. Lo pondría en su informe. Aquellas pastillas empezaban a no ser tan efectivas en algunos de ellos, por lo que la producción de la triosafosfato isomerasa bajaba alarmantemente, y los laboratorios pronto los sustituirían. Era una pena, le había tomado cariño a Oscar, el espécimen cincuenta, pero si no producía el número de enzimas necesarios para la fabricación del medicamento prescindirían de él. Los costes de producción seguían siendo inferiores con la utilización de seres vivos. Y a aquellos desahuciados, nadie les echaría de menos.      




                                                           Jesús Coronado   -  2013

28 abr 2013

Y la noche... se le vino encima




             



Sus labios no querían dejar de hablar sin decir palabra. Sus manos,  seguir descubriendo  nuevos rincones en el mapa que componían sus pieles. Sus cuerpos temían  perder el calor que los mantenía vivos. Por eso se demoraban en la mañana haciendo eterno esos momentos en que los dos eran uno. Pero los recuerdos eran sólo eso, recuerdos, y la noche ya se le venía encima. Las estrechas calles del barrio empezaban a dibujar extrañas sombras a la luz de las farolas que parecían jugar con la humedad del ambiente creando extraños efectos cuando su perdida mirada intentaba averiguar donde se encontraba. Pedro llevaba deambulando sin rumbo fijo desde la hora del almuerzo.  Había tenido problemas con María, como venía siendo frecuente desde hacía algún tiempo. Aunque esta vez el asunto se le había ido de las manos.


            Pedro era un ejecutivo importante en la compañía, pero la crisis se había cebado en su sector y perder el trabajo a los cuarenta y ocho era inesperado… y duro. La indemnización apenas dio para cancelar la hipoteca, y con lo que se cobraba de paro apenas alcanzaba para pagar los gastos y mantener la casa. Pedro pensó que su experiencia le supondría una ventaja para encontrar un trabajo, pero la edad era un lastre. “Esta mierda de sociedad nos desplaza como si fuéramos basura al cumplir los cincuenta”, pensaba y se repetía constantemente cada vez que la entrevista de trabajo terminaba con aquella manida frase “que lo sentían, pero no reunía los requisitos del puesto solicitado”.

            Cuanto echaba de menos demorarse de nuevo en la cama. Pero desde hacía tres años María lo dejaba entre las sabanas a las cinco de la madrugada. Tuvo que buscar trabajo en una fábrica y empezaba su turno a las seis. Ahora era ella la que lo mantenía a él. Aunque su sueldo dejaba de ser al que estaban acostumbrados, y eso a Pedro lo carcomía por dentro. Dicen que cuando el diablo no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas, y eso le sucedía a Pedro. Había desistido de buscar trabajo al tercer año de intentarlo. Su carácter se había oscurecido como la noche que ahora lo iba envolviendo poco a poco, y su frustración dio paso a los temores infundados. No podía entender que María no acusara la vida que llevaban, así que las discusiones empezaron a ser frecuentes.  

            María le decía que tuviera paciencia, que todo se arreglaría. Pero a Pedro esos comentarios solo le enfurecían y le inducían a pensar que los temores que  le asaltaban cada vez con más frecuencia, eran ciertos. María tenía un amante.

            En las largas horas que deambulaba sólo en casa, su cabeza no dejaba de inventar razones para convencerse de que sus sospechas eran ciertas. ¿Por qué salir tan arreglada si solo era una fábrica?   ¿Por qué estaba tan pendiente del móvil y sus mensajes últimamente? ¿Qué le hacía tan feliz?  Estaba claro. Solo podía ser otro hombre.

            Cuando María salió por la mañana, tuvo un mal presentimiento.  Sus constantes peleas le habían llevado a tomar una determinación. Separarse. Y hoy era el día que había elegido para decírselo a Pedro. Quizás fuera eso. A sus cuarenta y cinco, tenía mucha vida por delante y no estaba dispuesta a vivirla así. La fábrica le abrió las puertas a otro mundo, más humilde al que estaba acostumbrada, pero más sincero. No le fue difícil entablar amistad y comprobó que desgraciadamente, su problema era más habitual de lo que ella pensaba. Así que el trabajo y sus compañeras se convirtieron en una forma de evadirse de los problemas que le esperaban cada día en casa. Fueron ellas las que enteradas de su situación la convencieron para que hablara con una abogada especialista en separaciones, la misma  que solucionó los problemas a dos de sus nuevas amigas. Su apoyo era constante. Llamadas, mensajes y ánimo infatigable. Nunca había sido consciente hasta hoy de cómo los problemas comunes unen a la gente.

Pero cuando llegó a casa y vio a Pedro al abrir la puerta, supo que no era el momento.   Su rostro estaba desencajado, su mirada cargada de ira. María vio la carta que Pedro tenía en su mano izquierda, y entonces lo entendió todo. Pedro había estado revolviendo sus cosas y encontró la carta del despacho de abogados. Aquello fue demasiado para él, entendió que confirmaba sus sospechas y eso no lo iba a permitir. Su orgullo de hombre ya estaba herido por ser su mujer la que lo mantenía, pero que lo engañara con otro no era algo que fuera a consentir. Así que blandió el sobre en su mano izquierda y sin mediar palabra la recibió con una sonora bofetada que hizo tambalear a María. Sin darle tiempo a reaccionar la empujó hacia el dormitorio, golpeándola de nuevo y haciéndola caer sobre la cama. Cuando la vio tirada sobre las sabanas vinieron a su mente las mañanas en que se demoraban durante horas, y una pasión desmedida se apoderó de él. Hacía más de un año que no hacía el amor con su mujer  y el calor que le quemaba en las entrañas en aquel momento debía ser apagado. Así que hizo caso omiso de los gritos de María y la forzó hasta calmar sus instintos. Después se marchó.

María lloró desconsoladamente. Perdió la noción del tiempo. Cuando pudo recuperarse se levantó cubriendo su cuerpo con los jirones del vestido. Se lavó de forma compulsiva. Nunca pensó que el contacto con Pedro pudiera darle tanto asco. Cuando se miró al espejo, el entumecimiento y rojez de su ojo izquierdo le indicaba que no tardaría en aparecer un moratón en su lugar. Se lavó cuidadosamente, y se juró que hoy terminaría con todo aquello. No iba a permitirle ponerle la mano encima nunca más. Se vistió lentamente, mientras meditaba cada movimiento que en su mente empezó a vislumbrar. Se sentó en el sillón del comedor a esperarle, sintiendo el frío metal del cuchillo al ocultarlo en su espalda, agazapado junto a su mano derecha.

             Pedro no había conseguido calmar su mente con el paseo por la ciudad. Todo lo contrario, hacer el acto sexual de esa manera lo había excitado de una forma que no recordaba, volvería a hacerlo enseñándole a María quien llevaba los pantalones en casa. Si no él, sabría ponerla en su sitio. Subió lentamente las escaleras saboreando mentalmente sus actos. Cuando abrió la puerta, su mano derecha jugaba en el bolsillo con la navaja que siempre llevaba encima, aferrándola con fuerza cuando vio a María sentada en el sofá del salón.

            Lentamente se acercó con expresión de superioridad. Pero María lo esperaba con una mirada extrañamente fría y relajada. Una mirada que hizo sentir a Pedro un escalofrío en la nuca mientras cerraba la puerta del comedor. En ese preciso instante supo a ciencia cierta, que esa tarde para uno de los dos, todos los problemas quedarían resueltos.


                                                                JESÚS CORONADO  -  2013

20 feb 2013

Sordera




La sordera



        El trabajo estaba hecho. Tras limpiar cuidadosamente la habitación salí de ella cerrando la puerta despacio. Me quité los guantes y me dirigí de forma inconsciente a la búsqueda de mi cuarto. El seiscientos sesenta y seis. Un número premonitorio, pensé. Me senté en el borde de la cama y saqué dos botellitas de vodka del minibar para tomar su contenido a palo seco.

        El vodka hizo efecto con rapidez y más calmado, me concentré en escuchar los ruidos existentes a mi alrededor. Era una experiencia relativamente nueva para mí y una sorpresa para María. Hacía veinte años que aquel accidente me dejó sordo, la explosión que aquellos desalmados produjeron en el asalto al banco casi me mató. Mis tímpanos sangraron y me llevaron a un mundo donde sólo existía el silencio; el aislamiento involuntario.

        María dejó pasar algún tiempo antes de hacerme ver que debía asumir mi nueva condición física y centrarme en aprender a llevarla lo mejor posible. Quiso que aprendiera el lenguaje de signos, a leer los labios, a llevar una vida normal. Pero algo en mi interior se resistía a aceptar la minusvalía que transformó mi vida en un instante. Aún hoy, sigo sin ser capaz de leer en los labios y apenas  entiendo el lenguaje de signos. Todos mis esfuerzos se centraron en buscar soluciones médicas que pusieran fin a mi tara, algo que María no entendía.

        El pasado lunes todo quedó solucionado. Una pequeña intervención en el tímpano derecho, el menos dañado, y la aplicación de un receptor interno consiguieron que mi capacidad auditiva fuera normal en ese oído, el izquierdo resultó irrecuperable. Pero la sorpresa para María tuvo que esperar a hoy, no quise interrumpir su llamada telefónica.

        Abrí un tercer botellín de vodka y mientras vaciaba su contenido en el vaso, vino a mi mente la expresión de sorpresa que María me dedicó, no sé si al enterarse de que mi sordera había llegado a su fin o  al verme empuñar el arma. Fue la primera. A Luis lo maté después. Aunque sinceramente, creo que a él lo que más le sorprendió no fue la cura de mi sordera, sino que el primer tiro se lo diera en sus partes nobles. El que le vaciara el cargador después hasta quedar los dos bañados en sangre juntos y en aquella cama, ya no le importó.


                                                            Jesús Coronado - 2013




6 dic 2012

Dos años





Dos años




        Lo despertaron el calor y una pesada sensación de asfixia. Le costaba abrir los ojos, y cuando los creyó tener abiertos, sólo encontró oscuridad. Sentía su mente abotargada y sus miembros apenas respondían a sus órdenes, se encontraba inmóvil, sólo la cabeza obedecía a duras penas.

        Intentó concentrarse para averiguar donde estaba y como llegó allí. En su mente empezó a vislumbrar imágenes de un rostro conocido. De una cena que prometía un dulce final. De su sonrisa. De la copa de vino que le acercó a los labios prometiéndole otro néctar más cálido. Y de cómo su rostro empezó a difuminarse para despertar en esta negra y brumosa oscuridad.

        La sensación de calor se hace más agobiante, y aunque intenta mover sus miembros, no lo consigue. Sólo atisba un tenue resplandor rojizo que se va filtrando lentamente a través de una negrura  que empieza a descubrirle el lugar donde se encuentra.

        Mientras, Sara, con su traje negro, esboza una tenue sonrisa fingiendo recordar buenos momentos. Y al salir con la excusa de fumar un cigarrillo, solo puede pensar como el fuego ha empezado a darle forma por fin a  su plan. Dos años de aguantar al vejestorio de su marido son demasiados. Aunque… la herencia y su joven amante pronto le ayudarán a olvidar.


                                                                                         Jesús Coronado 2012

22 nov 2012

EL POZO




       
Aquel callejón rezumaba historia y recuerdos en cada una de sus paredes. Recuerdos tan abundantes como los chorreones de suciedad que caían de los tejados hasta perderse en el suelo. Aun puedo sentir el transcurrir de mi niñez en el. Y aunque hoy  está vacío, treinta años atrás era un lugar rebosante de vida. De niños corriendo sin miedo; de madres sentadas a la puerta con sus sillas para cotillear sobre los devaneos y la indumentaria  que la joven del portal tres originaba, de lo poco que les gustaba a ellas y de lo mucho que nos gustaba a nosotros; los padres en un aparte echando una partida al dominó; y nosotros, críos con doce años y ganas de comernos el mundo sin pensar en las consecuencias.

        Junto al callejón aún sigue existiendo aquel puente sobre el barranco. Un barranco por el que nunca discurrió el agua, solo un riachuelo sucio de Dios sabe que líquido saliendo de aquella fábrica que hoy esta en ruinas. Y el pozo. Hoy tapado con una plancha metálica. Aquel pozo era nuestro león de la sabana que los jóvenes de algunas tribus tienen que matar para demostrar su hombría.       Al cumplir los doce años era costumbre que el pozo fuera saltado ante la atenta mirada del resto de la  pandilla para demostrar que dejábamos de ser niños y formar parte del grupo.

        Luis era el más delicado de todos nosotros. Las malas lenguas decían que era “marica”. Pero decirlo en voz alta suponía terminar escupiendo sangre a manos de su hermano Juan. Ser el mayor y el más corpulento del grupo tenía sus ventajas, pero su propio orgullo también le impulsó para obligar a su hermano a que superara la prueba como el resto de la pandilla. Luis y yo teníamos la misma edad, y aquella tarde fue la elegida para cumplir con el rito. Yo, demostré que mi semana de ensayos sobre un círculo pintado en la arena no habían sido en vano, pero Luis no estaba por la labor. El miedo superaba cualquier intención que tuviera de saltar. Su hermano Juan le cortaba el paso a su espalda, obligándole a enfrentarse a aquel agujero negro y oscuro que se le debía antojar la mismísima boca del infierno. Yo, desde el otro lado y totalmente eufórico por la adrenalina generada al superar el reto, le increpaba ferozmente sin causarle efecto alguno, hasta que de mi boca salió aquella palabra vetada. ¡Marica!. Su reacción fue inmediata. Como si tuviera sus pies sobre brasas ardientes se abalanzó sobre mi superando el miedo que le producía  pozo. Pero su impulso no fue suficiente. Resbaló al llegar a mi altura y cayó. Apenas pude rozar mi mano con la suya al intentar sujetarle. Hoy, aun recuerdo aquella mirada de terror en sus ojos al comprender que caía sin remedio en la profunda oscuridad; y la de su hermano Juan con un  odio desmedido mientras gritaba su nombre sin recibir respuesta.

Estuve un mes sin salir de casa por miedo a las represalias, y para mi suerte, al final de aquel verano nos trasladamos a un bloque de apartamentos en otro barrio.   


        Juan me ha localizado años mas tarde, hace tan sólo  unos días. Y tras hablar conmigo pude ver en sus ojos que por fin, había alcanzado la paz consigo mismo. Yo en cierta forma, también. Pues algo me dice que sus días y los míos  de recorrer este mundo acaban aquí, en el pozo. Él, por haber cumplido con la deuda de sangre que juró cumplir por la muerte de su hermano. Yo, porque necesitaba volver al lugar donde  ahora reposa mi cuerpo.



                                                              Jesús Coronado