El pueblo apenas superaba
los mil habitantes. Pero en verano el número de vecinos se duplicaba. Los niños
ganábamos por goleada. La costumbre a principios de los setenta era
dejar a la mujer y los niños, cuando estos terminaban el colegio, en una de las
casas hasta ese momento vacías para que disfrutaran “de una vida más tranquila
y natural” decían los padres. Yo fui uno de ellos aquel año.
Aunque parezca mentira, aún me parece oler a pan recién
hecho. Un pan que no he vuelto a saborear desde entonces y que cada mañana
temprano iba a comprar a la tahona de la esquina. Inolvidable el momento en
que, sentado junto a Manolito en el escalón de la entrada, disfrutaba de un
bocadillo de jamón serrano bañado con aceite de la zona que rezumaba entre mis
dedos mientras lo mordía con ganas. A Manolito le gustaba más la mortadela, o
al menos eso me decía cuando repartíamos los bocadillos a medias de vez en
cuando. Ver con la avidez que lo engullía no me hizo pensar entonces que no era
cuestión de gustos. Pero los niños no caemos en esas cosas.
Mientras
paseo por la glorieta camino del pantano, me vienen a la cabeza las guerras de
agua de la fuente, fría como el mismísimo hielo, que los más pequeños
comenzábamos en las horas más fuertes de calor y terminábamos cuando nos
entraba la tiritona al ponerse el Sol. La botella de Gior de dos litros que me
agencié al principio del verano me dio muchas satisfacciones, hasta que el
grupo de matones del pueblo se empeñaron en darle una paliza al nuevo. Querían
ver lo que aguantábamos los de ciudad. Menos mal que Manolito estaba al quite y
la cambió por la paliza. Yo, ese verano,
no podía estarlo cuando mi padre golpeaba a mi madre los sábados por la mañana;
tampoco hubiera admitido botella alguna
a cambio de dejarla en paz. La primera vez que lo intenté terminé con una
brecha en la frente. Ahora entiendo el interés de mi padre por dejarnos
veraneando en el pueblo; y el de mi madre por el olor a perfume que traía
impregnada la ropa que le dejaba para lavar los fines de semana.
Ya
veo el pantano al final del camino. La última vez que lo recorrí no pude verlo.
Pero sí sentirlo.
El último sábado del verano de aquel año, el nombre de
Elena se repitió muchas veces. La secretaria de mi padre. El primer golpe contra
la puerta del comedor que recibió mi madre fue el que me despertó. El segundo,
al romperse el jarrón del aparador, el que me obligó a levantarme. El tercero,
el que recibí al intentar estar al quite, como Manolito, pero sin la misma suerte.
Después de treinta años me sigue pareciendo extraño que
al llegar al final del camino, se me ponga la piel de gallina. Ya no hay piel.
Cuando mi padre nos sacó a los dos del capó del coche, lo
hizo rápido. Nunca fue bueno con los nudos y aunque apretó bien los dos sacos
para que hiciéramos el recorrido juntos hasta el final, estos se soltaron. A mi madre la encontraron seis meses después.
Yo, al intentar escapar cuando el frío del agua me sacó de la inconsciencia,
solo conseguí alejarme y enredarme con la suciedad del fondo del pantano que ha
ido creciendo desde entonces. Ella descansa plácidamente en el cementerio. Yo,
sigo haciendo este recorrido un día tras otro. Una maldición repetitiva
pensarán, pero yo sigo disfrutando de los recuerdos y de los olores de la tahona
por la que paso a diario. Es una buena forma de esperar hasta que mis restos…
sean encontrados.
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