Estrellita
era la mas pequeña de cinco hermanas. Feliz y querida por todos andaba día y
noche de acá para allá sin parar. “Fugaz” empezaron a llamarle algunos por la
velocidad con la que se movía. Su padre, El Lucero del Alba, de reconocido
prestigio en el universo de las Estrellas, ya no sabía que hacer con ella. Su
madre, Casiopea, se armaba de infinita paciencia pues, al fin y al cabo,
Estrellita, era como lo fue ella de pequeña: rebelde y pizpireta.
Cuando su esposo se enfadaba y la
reñía alterado, Casiopea le decía:
─ Ten
paciencia Lucero… cambiará con el tiempo. Dejará de correr de un lado a otro
como cometa sin rumbo y encontrará cuál es su función en el Universo ¿No
recuerdas como era yo cuándo me conociste?
Y el Lucero del Alba fingía
enfadarse… y consentía, pues no podía resistirse a la luz que Casiopea
irradiaba.
Un día, cuando Estrellita
sobrevolaba fugaz el desierto de Judea, escuchó el llanto de un pequeño en
mitad de la noche. Algo en su interior se estremeció y le obligó a frenar en
seco. Sentía la necesidad de averiguar de quién era el lloriqueo que salía de
aquel destartalado pesebre. Se acercó despacito hasta ver a un niño que estaba
entre trapos, sobre un colchón de paja, quedando prendada de él cuando vio su
redonda carita. Y Jesús, pues así se llamaba aquel pequeño, la miró… y le
regaló una enorme sonrisa.
Estrellita, en ese mismo instante,
se vio presa de aquella sonrisa y de la luz y la paz que la mirada del niño
desprendía. Y así, de repente, sintió que, por fin, había descubierto cual era
su lugar en el Universo; alumbrar aquel pesebre para anunciar a todos los
hombres y mujeres del mundo el nacimiento de aquel niño.
Y desde entonces ─ dijo mi abuelo ─
una estrella brilla con fuerza y muy quieta en el cielo nocturno irradiando más
luz cuándo llegan estas fechas.
Y así fue como aquella Navidad,
gracias a mi abuelo, descubrí a Estrellita, la que siempre alumbra el Portal.
Jesús Coronado