Un joven de buena familia estaba pensando qué hacer de su vida. Dejó a los padres, se hizo asceta y subió hasta alturas donde nadie había llegado. Pero al borde del vacío se detuvo, pues consideró que había seguido un camino equivocado.
Entonces tomó el rumbo contrario. Bajó, llegó a una ciudad, conquistó a la cortesana más bella y pronto fue rico y respetado. Mas para bajar realmente al valle le faltaba valor: tenía una amante, pero no una mujer, tuvo un hijo, pero no fue un padre. Había aprendido el arte del amor y de la vida, pero no el amor y la vida mismos. Empezó a aborrecer lo que no había aceptado y también lo dejó. Se dice que al final se hizo humilde y sabio, amante de lo común, pero qué es eso si en un principio desaprovechó tanto. Quien se fía de la vida no rehúye lo cercano para buscar un ideal lejano.
Acabado el relato el maestro se levantó y partió. Los jovenes también, pero uno permaneció bajo el árbol. Sacó de su interior aquello que lo acosaba y lo puso ante sí, como quien se quita una mochila tras una larga marcha. Ahí estaban sus deseos, sus miedos, sus metas, su necesidad real. Como ladrones desenmascarados que se dan a la fuga, vio que lo que había tenido por sus propios deseos, sus propios miedos, sus propias metas, no le había pertenecido nunca. Venía de afuera y tan sólo había anidado en su vida. Ahora volvía a él lo que realmente le pertenecía. La fuerza se reunía en su centro. Finalmente reconoció su propia meta. Esperó un poco hasta sentirse seguro, y después se levantó y también se fue.
Bert Hellinger
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